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La historia de Sagur

-Su señoría, sus señorías. Excelentísimos miembros del Jurado Primario de El Muro. Se me ha acusado y me encontraron culpable del asesinato de dos miembro de esta comunidad, uno de ellos conocido como Sagur.

-No, desconozco de dónde proviene el sobrenombre. ¿Acaso importa? ¿No todas las portentosas construcciones verbales con las que nos comunicamos provienen de algún lugar lejano y sin relevancia?, ¿no todas designan un pedazo de la naturaleza de un individuo y de una época y se aferran a un objeto corriente, vulgar? Bien, pues Sagur designaba al sujeto fallecido y no veo por qué cuestionarlo.



-Sí, disculpe la irreverencia su señoría, pero comprenda mi caso, se me ha hallado culpable de algo que ustedes consideran un crimen, me han dictado ya la implacable sentencia del exilio a El daño y se me ha abandonado a mi suerte. Al pedir la palabra como mi último deseo pretendo únicamente hacer pública mi desgracia que, más allá del abandono en esa zona putrefacta, es la pena de la ausencia. Quizá alguno de ustedes, en su infinita compasión decida terminar antes con la miseria que me acecha.

 

-No su señoría, no lo considero pertinente, ni siquiera relevante, pero es mi designio y según sus leyes se debe cumplir.



-De acuerdo entonces. Conocí a Sagur hace aproximadamente cuatro meses. Yo vivo, vivía, en la frontera con El Panteón; regularmente cualquier despistado aparecía desde aquel profundo silencio con alguna lámpara; en ocasiones, también con animales llenos de liendres e inmundicia. Pero esa noche, un evento irregular provocó que me estremeciera. Me encontraba observando a través de mi ventana cómo había cambiado todo en tan poco tiempo. En un momento autos, ruido, gente y, en un parpadeo, sombra y silencio; mientras meditaba sobre la triste existencia que nos espera durante los siguientes años a quienes padecimos los cambios y extrañamos el pasado (pues para nuestros hijos –sálvese quien pueda de tal responsabilidad en un mundo podrido como éste- todo lo que nos aconteció no serán más que historias alentadoras para antes de dormir), en mi reducido horizonte apareció, proveniente de El Panteón, una pequeña luz de antorcha, luego otra, y otra, y otra más. Conforme se acercaban comencé a escuchar una tonada que nadie hubiera soportado en nuestras condiciones: era la canción característica de los grupos de avanzada provenientes de La Garganta. Así, inundado por el pánico de sufrir un destino que, en el mejor de los casos, era la muerte, salí huyendo despavorido de mi hogar.

-No, su señoría, por supuesto que no lo pensé, como usted notará no soy una persona con un físico envidiable, mis habilidades para esconderme o para pelear son igual de ridículas que esta pantomima de justicia que nos tiene hoy aquí. Sin duda alguna los asquerosos individuos que entraron a esta zona tuvieron ocasión de mirarme, armados con palos, piedras y cuchillos se dieron a la tarea de perseguirme. Cuando me encontraba sin aliento, sin mayor fuerza más que para suplicar, el hombre conocido como Sagur apareció frente a su portal, me dijo: entra, y yo, sin pensar siquiera hacia dónde me conducía, obedecí dócilmente.



-Por supuesto que no peleó, era un tipo limpio, con oficio, muy inteligente; en algún lugar tenía escondida un arma. Al verla, los acosadores salieron huyendo para perderse en la boca siniestra que los trajo hasta aquí. Como usted imaginará, no estamos en estos tiempos para sospechas, las cosas se tienen o no, se usan o se desechan, la menor insinuación de peligro es suficiente para seguir nuestro instinto.


 

-Es correcto, su señoría, era su casa, en la cual mi anfitrión me recibió jovial y gustoso, me ofreció una taza de café y me preguntó cómo me encontraba. Después de una breve charla sobre el estado de cosas y de cómo somos afortunados por un vivir en un espacio civilizado y libre de la suciedad del hambre, me invitó un cigarrillo y me contó su historia.

-No veo necesidad de repetirlo su señoría, la labor de tal hombre y sus inquietudes eran secretos fielmente guardados, que decidió compartir con quien fue su único amigo en esta tierra y por supuesto que no los revelaré. Diré que hablamos mucho, de temas varios y, al amanecer, con toda la cortesía de un buen hombre, me despachó hacia mi hogar. A partir de entonces fueron muchas las tardes que compartimos o noches deliciosas en las que solíamos cantar viejas melodías que no sonarán nunca más.


 

-Oh, entiendo, sí, a eso voy ahora su señoría. Fue en una de aquellas veladas que me contó sobre su mujer. Hablaba delicias sobre ella, lo buena conversadora que era, el gran consuelo que le daba, el apoyo incondicional, absoluto, y la complicidad que los había mantenido juntos durante tanto tiempo. Hasta entonces no me la había querido presentar, decía que era una muchacha, por joven, muy alegre, sagaz, incontrolable, y sin embargo, tímida. Yo no noté en aquellos momentos los ruidos que provenían del piso superior: cadenas, muebles cayendo una y otra vez, algunos murmullos y un sonido chirriante que parecía un tenedor tallándose contra el piso. Cuando me percaté de aquello y me atreví a preguntar, cambió el semblante de mi amigo, con un gesto sombrío sentenció mi inteligencia. No entenderías, me dijo.

-Incorrecto su señoría. Para la siguiente ocasión que lo visité los ruidos cesaron, ahora la casa era silenciosa, menos perturbadora. Cuando cuestioné a mi colega sobre tal  particularidad, él tuvo a bien soltar una sonora carcajada que hizo regresar un poco de vida a aquel lugar.


 

-Eso hubiera sido un insulto. ¿Cómo iba yo a dudar de un hombre que gobierna sobre su morada? A pesar del cese de los tamborileos y las agudas molestias seguimos nuestra fiel dinámica. Una tarde como aquellas tantas, en un descuido por nuestras necesidades comunes, la curiosidad se apoderó de mí, con más violencia por lo desconocido que lealtad por aquel que había salvado mi vida, me atreví a subir los tristes escalones sin loza que conducían al piso superior. Al entrar en la habitación percibí un olor familiar, muy parecido a aquel que reinó en la antigua ciudad durante los meses posteriores al apagón, era un olor fétido, chirriante y seco, un olor que penetra en el alma y que sólo una vez que se ha tenido cerca se puede comprender.



-En efecto su señoría, la esposa de Sagur yacía muerta en aquél lecho que, como él me contaría más adelante, alguna vez compartieron. La sorpresa que sentí es indescriptible, tenía ganas de salir huyendo como alguna vez entré, pero toda la energía de mi espíritu me abandonó cuando percibí a mi anfitrión detrás de mí. No sabía si disculparme o darle mis condolencias, lo único que pude hacer fue dirigirme hacia la silla a la que su gentil mano me llevó. Tomó aire y comenzó su relato: “Querido amigo ¿Alguna vez has amado? Yo pienso que no, en la cara de cualquier hombre se puede leer cuántas veces y con qué intensidad ha querido. Te voy a explicar lo que es el amor. Amar es desear, e intentar cumplir, y luchar por lo que quieres y no obtenerlo, y sufrir hasta estar desesperado solamente para volver a intentarlo. Yo amo a esta mujer, desde el día mismo en que la conocí supe que la amaría con mis ojos, con mi lengua y con mi voz. Tú y yo conocemos ese pequeño secreto, sabemos que las personas sólo necesitan saberse deseadas y complacidas, sentirse seguras, cobijadas, llenas de confianza y de cordialidad, pero cuando cosas así abundan en el mundo uno a veces comete el error de buscar lo contrario, y entonces ponemos en nuestro camino seres miserables que nos hacen igual que ellos. Ella era una mujer miserable antes del apagón; incluso, antes de la gran inundación seguía desdeñando todo lo que le ofrecí, procuré que no le faltara comida, vestido, un hogar. Fui su padre, su hijo, su amante, e intenté ser su amigo, compartirle mis secretos más íntimos, escuchar su opinión, seguir sus consejos, tener alguien con quien contar en las pesadas noches que tuvimos en nuestro mundo de luz y en el que apenas asomaba su primera oscuridad. Pero para todos mis gestos ella sólo tenía rechazo, para mis charlas, burlas, para mi amor, lejanía, siempre mirando el estúpido reloj que le había regalado su padre, siempre con una calma pasmosa cuando era momento de vernos y una urgencia imperante de irse cuando estábamos juntos. Hasta que un día lo comprendí todo: ella estaba acostumbrada a vivir de buena manera en aquel mundo antiguo. Cuando todo ocurrió yo no permití que le faltara nada; entonces, sus necesidades no cambiaron, sus prioridades tampoco. Cometí el error de entregarle todo sin pedirle ninguna recompensa. Entonces decidí que, si ahora vivíamos como animales, era así como debíamos tratarnos. Primero dejé de traer comida a casa, dejé de hablar con ella, comencé a ignorar por primera vez sus ridículas quejas. Conforme avanzó el tiempo y me di cuenta que, a pesar del mucho dolor que me causaba, esta forma de vida surtía efecto, intensifiqué los agravios. Comencé llenando sus oídos de insultos, su boca de nada y sus mejillas de mis palmas. No creas que soy un vulgar idiota que siente placer por dañar a los demás, me conoces, y yo te conozco, así que sé que comprenderás cuando te digo que lo que llenó mis días y mis noches de alegría no eran estas estúpidas anécdotas, sino la reacción de esta bella mujer que ves aquí. Por fin, después de tanto desearlo, ella me comenzó a amar, había logrado que me necesitara, que no pudiera vivir sin pensar un segundo del día en la hora en que llegaría a casa, tal como yo lo había hecho antes y, te juro, ese sentimiento cálido permanece. El amor, querido amigo, es una deliciosa adicción. Cuando lo pruebes nada te bastará, si poderosos imperios han caído por su culpa imagina qué le depara al manojo de mediocres que somos todos nosotros. Tan pronto asentamos nuestra nueva forma de vida, ella también lo comprendió. ¡Si sólo pudieras ver la alegría con la que me recibió tantas veces cuando le serví alimento, en el horario que habíamos implementado, y lo vaciaba despacio, en el suelo, para que lo llevara a su boca! Ella sólo tenía permiso de comer tres días a la semana, la desataba de las cadenas dos horas por noche, contadas en el reloj que su generoso padre alguna vez le entregó, y si supieras, mi buen amigo, qué dichosos éramos en esos momentos. Por fin pude recibir la gracia plena que durante tantos años busqué y, ahora, en este pálido espacio, puedo decirte que somos felices”.


 

-No, su señoría, de ningún modo me atrevería a decir que estas son las palabras exactas, o completas, de mi buen amigo. Le he dicho que esas inquietudes se irán conmigo a al tumba, o al exilio, lo que llegue primero. Pero si tanto le desconcierta le aseguro que el cuerpo de esa bella mujer que está frente a usted sólo dejó de funcionar en su exterior, su mente, su alma, permanecen, y lo hacen junto a mí.



-A pesar de la muestra del pésimo manejo que tiene de sus emociones, su señoría, voy a continuar mi relato. Como su inteligencia superior habrá notado ya, estoy negando el haber asesinado a la esposa de Sagur; esa máquina que hemos decidido llamar cuerpo tiene un tiempo de vida breve, necesita demasiado mantenimiento, es más grande por dentro que por fuera, se acaba, se apaga.

 

-Vaya intervención, su señoría, pero no, no me parece una cosa de locos. Debo confesar que, aunque me causó mucho desconcierto escuchar las palabras de mi buen amigo, me considero una persona sensata, pude comprender pronto todo lo que me decía. Supe, entonces, que lo que él buscaba por fin estaría completo, la única perfección es la de la muerte, mientras vivimos pensamos, mientras pensamos, dudamos, mientras dudamos, traicionamos. La lealtad que Sagur buscaba, el cariño y la disposición incondicional por fin cubrían su ciclo infinito, ella jamás podría arrepentirse del amor que de tan buena fe había entregado.



-La envidia, los celos, su señoría, son un veneno violento y turbio que corroe al tiempo, quien tiene celos es porque teme que el futuro cambie, que el pasado regrese, y así me sucedió. Pasamos toda la noche conversando al pie de su cama, los tres, en una armonía celestial, el fangoso mundo exterior era sólo un mito, no existía nadie fuera de nosotros. Ayer por la tarde el desespero me inundó, quise probar lo que era ser amado, lo que era amar a alguien sin ninguna condición. A hurtadillas entré en nuestro templo y me acerque a ella, vi su rostro lozano y lo acaricié, comencé a desabotonar su blusa, le retiré suavemente los zapatos y entonces mi amigo despertó; horrorizado, con una mirada furiosa, se abalanzó sobre mí, mas soy un hombre precavido y sabía de antemano que su lealtad me fallaría. Él no me amaba, tampoco a ella, si lo hubiera hecho nos habría compartido, nos hubiera permitido estar juntos por un momento, sin condiciones. Disparé el arma con la que alguna vez me defendió, y cayó moribundo, su vientre sangraba, su agonía fue el precio que tuve que pagar por mi deseo. Tal como él me había enseñado, los medios para conseguir nuestra alegría son sólo historias que no merecen ser contadas. Proseguí pues, besando el cuello de mi ahora enamorada. Sagur, temblando de rabia, exhalaba sonidos tristes. Mientras abría, no sin esfuerzo,  las piernas de esa bella mujer, le explicaba a Sagur que ahora yo lo representaría en su lecho, estaríamos unidos por la eternidad ella y yo en carne, los tres en espíritu. Si no he contado los momentos íntimos de mi amigo, mucho menos contaré los míos, se me tratará de todo, menos de vulgar, baste decir que, antes de que entraran estos pestilentes perros que tienen por guardia, nuestro acto de unión se había consumado. El amor, su señoría, es una vereda llena de sombras y de vicios, pero una vez alcanzada su plenitud uno conoce lo que es vivir, es un estado en el que no existe ruido alguno, pero tampoco silencio, no existe luz, y no hay más oscuridad, no existe la conciencia o la inconciencia, no da espacio a las dudas, a las faltas, no da lugar a los aciertos o a las certezas, el amor es un paso intermedio entre la muerte y la vida. El amor, su señoría, es algo que se puede leer en el rostro de cualquier hombre, y si me condenan por haber amado, que así sea.

 

 

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