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Pearl 

(segunda parte)

19 de agosto de 2014


Pearl desapareció a mediodía. Mi padre fue a buscarla con un grupo que improvisó con quienes estaban disponibles. Era evidente su capacidad para dar órdenes. Lo siguieron Berenice y los coreanos. Yo me quedé a cuidar la puerta. No estaba sola. También estaban Kat y los niños orientales, acurrucados. Teníamos hambre, no habíamos comido en dos días. Uno de ellos se acercó a mí y me dijo:
-Régalame tu botella de agua- su inglés era perfecto, sus palabras eran demasiado brillantes, demasiado perfectas para un día como éste.
No le regalé mi botella, pero le dije que no tardaría mucho en llover, que le enseñaría a recolectar agua. Se alejó sin responderme. Pensé que le prohibían beber agua de lluvia.


Pasaron dos horas. Me quedé dormida y desperté. Afuera soplaba el aire con tanta fuerza que a veces los alerones se agitaban y balanceaban el avión. Las gotas se estrellaron contra los vidrios reforzados tantas veces y con tanta fuerza que Kat se me pegó al cuerpo y me dijo que tenía miedo. Pero la lluvia no duró. Los adultos no regresaron entonces, no regresarían hasta la noche.
Caminé hacia la puerta del avión y saqué la cabeza. Los niños orientales se acercaron a mí, sin atreverse a tocarme.


-Esperen aquí- les dije, tomé un recipiente que mi padre siempre dejaba a mano en la entrada a la cabina del piloto, colgado de un alambre. Mi plan era plantarme en la pista y recolectar suficiente agua para todos los niños que estaban en el avión. Sin decírmelo, me habían convertido en la encargada de cuidarlos, me habían obligado a crecer.


Cerré los ojos y sostuve el recipiente con las dos manos. La brisa era poderosa y cortante. Sentí los cabellos en los ojos y saboreé el sabor a polvo del aire. En Boston el aire era más limpio, más transparente. Un aire más transparente que otro, pensé. Es ridículo.


Entonces vi a Pearl, la distinguí entre los mechones que se me pegaban a la cara y la bruma que subía desde el suelo caliente. Me pareció que caminaba sin rumbo y corrí hacia ella. La llamé, pero la intensidad de la lluvia creció tanto como la distancia que parecía separarnos.
La perdí de vista cuando se acercó a la torre de control. Teníamos prohibido entrar ahí. Sabíamos que había gente peligrosa ahí, que de alguna manera ese lugar estaba conectado por vías subterráneas con el resto de la ciudad, con las líneas del metro, con los pasillos de mantenimiento. Pero mi hermana desapareció tras la puerta y yo la seguí. Ella era menor que yo, ella era mi responsabilidad. Ella lo habría hecho por mí, meterse en un lugar oscuro, tenderme su mano blanca, decirme algo profundo y verdadero.


La puerta se entornó. Del otro lado no había sino oscuridad.


Adiviné unas escaleras que subían, una habitación con objetos amontonados, una puerta. Miré al piso, traté de concentrarme en los sonidos. Me acerqué a la puerta, pues escuché una respiración pausada y rítmica que parecía marcar la hora de la tarde, la hora del sol que se ocultaba.


-¿Eres tú?- me preguntó alguien. Era una voz acuosa, aguda. Pertenecía a un hombre flaco, en los huesos, metido en un overol de mantenimiento. Estaba recargado contra la pared, en cuclillas, mirando a la nada.


No contesté. Me quedé quieta. Aunque debía correr, lo sabía, me quedé quieta.


-¿Tienes pies?- me preguntó.


-Enséñame tus pies- insistía, alzando la mirada, esta vez con amabilidad, haciendo real mi presencia.


Le enseñé mis pies, mis tenis grises. Primero el izquierdo, luego el derecho, muy despacio.


-Gracias a dios- me dijo y cerró los ojos.


La respiración pausada no era la suya. Seguí caminando. El hombre se quedó detrás de mí, suspendido en alguna espera que yo no entendía.
Abrí una segunda puerta de metal. Adentro estaba Pearl. El texano estaba hincado frente a ella, besándole un hombro desnudo mientras ella miraba al suelo con los ojos apretados. Ninguno de los dos estaba vestido.



25 de agosto 2014


Hoy espié al texano mientras el pobre hombre esperaba la decisión de los otros. Estaba tendido sobre el concreto de las pistas de aterrizaje. Sobre él parecía llevarse a cabo una batalla entre las nubes negras de la noche y los últimos destellos ámbar de la tarde. El aire era frío, me recordaba a casa. No había nadie con él. Sólo sus manos atadas a la espalda, su cara amoratada por los golpes que le dio mi padre. Nunca vi a mi padre golpear a nadie, nunca lo imaginé haciendo algo tan vergonzoso. Pero también me daba cuenta de lo que significaba esto. Mi padre estaba cambiando, como todos alrededor. Y de pronto no me parecía extraño que pudiera matar a alguien, incluso a mí. Nunca le tuve miedo, hasta ahora.


Cuando se hizo de noche, el texano se quedó dormido en una posición incómoda. Quería acercarme y decirle que soñé con él la otra noche. En el sueño, él estaba desnudo y caminaba delante de mí. “No puedo voltear” me decía. “No puedo voltear para verte, tengo dos espaldas”. Y yo iba detrás, podía escuchar su voz que sufría, su cuerpo que sufría porque iba descalzo y en el suelo había restos de vidrio y huesos picudos de manzana. Pero sobre todo sufría porque no podía amar a Pearl como ella lo amaba a él.


Luego nos detuvimos y yo le miré la espalda. “Aunque no puedas verme, sabes que soy más hermosa que mi hermana, soy mejor que ella”.



Luego desperté, mientras espiaba al texano, antes de que el grupo decidiera si lo lanzaban a la ciudad o lo mataban en un hangar.


No se dio cuenta de que lo miraba. Si lo hubiera hecho, se habría dado cuenta de que me daba gusto verlo así. Y de que no iba a ayudarlo.



2 de noviembre de 2014


Ayer me perdí. Entré a la ciudad por error, por un breve instante. Como los demás hicieron una excursión a la Terminal 2, en la que no me dejaron participar, me dediqué a caminar por las pistas desiertas.


Luego entré a las salas y di vuelta por donde antes se colocaban los agentes aduanales y las filas de gente, lista para mostrar su pasaporte. Me crucé con algunos, pero nadie me saludó. Ellos saben que mi padre es quien da las órdenes ahora y eso no les gusta, aunque sea necesario. Pearl, como siempre, se quedó en el avión, cuidando a la hija de Berenice y dándole lástima a nuestros compañeros con sus espasmos de fragilidad, con sus silencios prolongados y su mirada de mujer triste que apenas ha conocido la verdad del mundo y sólo por ese sufrimiento inaugural debe ser perdonada. Casi no hablo con ella desde que le ocurrió lo del texano. Y aunque él ya está muerto, pudriéndose en el hangar junto con los cuerpos de los que asesinaron a la pobre mujer sueca, Pearl vive como si el texano estuviera todo el tiempo sujetándole la mano, impidiéndole acercarse a las conversaciones alegres o tirando de ella para arrastrarla hasta su cama y meterse sus sueños a la boca y masticarlos con sus dientes de hombre que ya no vive.


Así que desde entonces ando sola y aunque mi padre se ha vuelto estricto e impredecible, me deja libre mientras él organiza a su gente con aires del tipo de héroe norteamericano que siempre criticó y que siempre le pareció falso. Llegué a un muro sobre el cuál se extendía una barrera de metal. Del otro lado había casas y gente. Del otro lado estaba México y yo no podía creer que sólo esa barda y esa barrera nos separaran de esa gente tan oscura y tan violenta. Un gato se escabulló cerca de mí y luego a través del muro.


Mi padre se había asegurado que no hubiera accesos de este tipo, confiaba ciegamente en el perímetro del aeropuerto, que le parecía intraspasable. Pero allí estaba. Un agujero en el borde oriental, por donde pasaba fácilmente a gatas una persona pequeña. Seguí ese camino. Me raspé la espalda contra los dientes del concreto y después de un breve momento de oscuridad, salí del otro lado. La calle estaba vacía. Una hilera de casas deformes, como caras moreteadas, me esperaba en silencio. Sentí la amenaza de ser devorada pero también el deseo de comerme a la ciudad, de tragarla, engullirla y hacerla desaparecer adentro de mí. Odiaba estar en esa calle, en ese aeropuerto, en ese país. Odiaba a Pearl, que había descubierto secretos sin mi ayuda, que había dado algunos pasos en la oscuridad sin mi mano. Yo no podía ver lo que ella veía y eso era lo que odiaba más. Caminé sin cuidado, la basura hacía ruido bajo mis pies. A veces veía sombras que se acomodaban tras las ventanas para mirarme mejor.


No sé por qué nadie salió. Cualquiera pudo tomarme y hacer conmigo lo que quisiera. Yo no me hubiera resistido, yo hubiera aceptado mejor que Pearl la adversidad. Y al día siguiente, cuando volviera con mi padre, maltrecha, ultrajada, no me escondería detrás de una actitud infantil, no miraría a los demás como una imagen religiosa que representa el martirio de alguien. Yo sería fuerte, yo organizaría nuestras circunstancias hasta transformarlas en otras, yo encontraría el camino a casa a través de esta ciudad deforme.


Vi una jauría de perros. Devoraban algo que no alcancé a ver. Las luces de algunas velas se escurrieron bajo las puertas y en un momento sólo hubo contornos rectos, ángulos ennegrecidos por la falta de contacto humano y de calor.


Regresé por donde vine. Crucé el túnel y entré al aeropuerto. La negrura era más intensa ahora. No había marcas discernibles, no había espacios abiertos. Era como caminar en una tela inmensa, llena de pliegues sobre pliegues. Di vueltas hasta agotarme. Caminé sobre una superficie lodosa y luego todo perdió consistencia. Y también la recuperó. El paisaje respiraba al mismo tiempo que yo, haciéndose sólido y líquido bajo las rigurosas leyes de ese ritmo.


Entonces vi un avión y luego otro. No tenía miedo, pero la sensación de estar extraviada me dolía en el cuerpo y en el orgullo. Quería dormir. Olvidarme de ese paseo que sólo me había enrarecido el humor y que me había quitado las esperanzas de salir, de cambiar las cosas.


Una mujer me llamó por mi nombre. Estaba sentada al pie de una escalinata que llevaba a la cabina de una avioneta de hélices. Nunca la había visto. Me acerqué. Era rubia, blanquísima. En sus manos sostenía una taza de café. Nada era visible más que la palpitación del humo blanco que salía de la taza.


-Es inusual que alguien tenga café o la manera de calentarlo- le dije, señalando el vapor como si fuera un signo de culpabilidad.


-Yo lo preparé. ¿Quieres uno?


-No tomo café- le dije y le di la espalda.


-¿Te vas tan pronto?- su voz estaba agrietada, apenas era un rumor pero también era firme y redondeada. La encaré, le mostré mi gesto de mal humor, el mismo al que Pearl ya se estaba acostumbrando cada que quería hablar conmigo.


-Yo era como tú- dijo la mujer y se puso de pie. Dejó la taza sobre la escalinata y se estiró con las manos alzadas-. Nadie podía conmigo. Hasta que llegué aquí. Y me enamoré de un hombre que no me quería. ¿Te has enamorado?  


No le respondí. Ella sabía bien que no, que yo no tenía edad para esas cosas.


-Lo harás- me dijo, sujetándose el cabello- y entonces perderás toda tu fuerza, y sólo podrás hacer ese gesto tuyo cuando estés sola. Porque tendrás miedo de perder lo que has ganado. En eso se va la vida, de eso se trata crecer. ¿No te lo dijo tu padre?


-Mi padre ya no habla conmigo. Y yo no quiero hablar con él.


-No deberías decir eso, niña. Pero lo sé. No puedes evitarlo. Vete, si quieres, yo voy a dormirme. Mañana será un día muy largo. ¿No te despides de mí?


Entonces la vi. Cuando caminó para tenderme la mano, sus pasos se retorcían como si tratara de evitar picarse con tachuelas regadas en el piso. Apenas recargaba un talón, ponía el otro como si le doliera.  No dejé de mirar, aunque fuera incómoda para ella y para mí.


-No tengo pies, por eso camino de lado. ¿No vas a despedirte? No te vayas sin despedirte, como tu padre. No soporto la idea.


Me di la vuelta y corrí hasta alcanzar mi avión, que divisé detrás de una muralla de lluvia. La lluvia más intensa y más clara que hubiera visto. La compuerta estaba cerrada y los pasajeros, entre ellos mi padre y Pearl, me miraban sin consuelo y sin parpadear, cada rostro detrás de los cristales reforzados, redondos como los botones de una camisa o como pequeñas bocas que se abrían con un último, minúsculo asombro.


Como si supieran que me había perdido, como si no pudieran ayudarme, sólo me miraban, fijamente. Detrás de mí, adiviné que la mujer sin pies me buscaba.


-¡Abran!- les pedí. Pero ellos no se movieron. Nadie se movió. Sólo la dulce mano de Pearl, que siempre tuvo para mí un buen gesto, aunque fuera el de despedida.

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