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Pearl
(primera parte)



7 de Agosto 2014


-Nunca juzgues a nadie. Cada quien tiene su propio sufrimiento, cada quien ha idealizado su vida y ha fracasado en sus sueños más simples- dijo Pearl, en un inglés lento y sucio. Las comisuras de sus labios apenas se movían. Sus labios apenas eran dos líneas de sal, deshidratadas, convergentes. Pearl siempre fue la mejor de las dos. Pensaba mejor, cada palabra. Yo, en cambio, siempre digo cosas de más, nunca encuentro el punto medio. Por eso prefiero escribir. Así no puedes equivocarte.



Estábamos sentadas en la sala de interrogatorios, enfrente de la sala de llegadas internacionales. Mi padre nos ordenó que nos quedáramos ahí, mientras él conseguía algo de comer. Sora y el hombre gordo que venía de Houston le dijeron que había un almacén cerca de los hangares. A Pearl y a mí no nos gusta cómo nos mira el hombre gordo de Houston. No sabemos su nombre, pero mi padre nos ha dicho que no hablemos con él. Sin embargo, ha sido el hombre gordo quien nos ha ayudado a sobrevivir todo este tiempo. ¿Qué habríamos hecho sin él?



Mi padre regresó dos horas después. Ya era de noche y no se veía nada. Algunos grupos se habían metido ya en las tiendas y en las casas de cambio. Antes de las ocho ya estaban todos con la cortina abajo, murmurando. Nosotras nos quedamos en la sala de interrogatorios y cuando llegó mi padre caminamos a tientas hasta las escaleras. Aunque sabíamos de memoria el trayecto, Pearl tropezó y yo me raspé con el filón de las escaleras eléctricas, eternamente detenidas. Cuando llegamos a uno de los pasillos superiores, que conecta con los estacionamientos, el hombre gordo se despidió de nosotros, me acarició la mejilla y se alejó.



Él dormía con otros hombres solos, en un restaurante alfombrado. Ahí se acomodaban en filas para dormir y se turnaban las guardias. Nosotros avanzamos a las oficinas de KLM, que era una habitación pequeña en la que cabíamos muy bien los tres. Era fría, pero el frío de la Ciudad de México no se comparaba nada con el Boston, así que no la pasábamos tan mal. Pearl encontró la llave de la oficina, por accidente, y con sólo eso reclamamos el lugar como nuestro. Además, los otros pasajeros dejaban en paz a las familias.


Mi padre nos mostró el contenido de su mochila. Botellas de agua, una caja de galletas y dos sándwiches de jamón. No olían mal, aunque el empaque de plástico estaba empañado con pequeñas gotas que parecían de sudor. Pearl y yo comimos un sándwich cada una. Mi padre se conformó con las galletas y un trago de agua. Era previsor, sabía arreglárselas. Sin él, ¿qué habría sido de nosotras?



12 de agosto 2014



Ayer soñé con mi madre. Ella estaba parada en el Arnold Arboretum, posando para una fotografía que alguien iba a tomarle. Yo me encontraba lejos y por alguna razón no podía acercarme. De pronto mi madre me miraba y trataba de reconocerme. Un hombre, quizá quien le tomaba la fotografía, se acercó a ella y señalaron juntos hacia acá. Comenzaron a reírse. Luego a besarse. Luego era yo quien era besada, era yo quien miraba a ese hombre encima de mí, lamiéndome el cuello. Me tendió en el piso y sentí la hierba en la espalda. Entonces desperté.



Mi padre dormía profundamente, recargado como siempre en su maleta de piel, con los brazos cruzados y la chamarra apretada hasta la barbilla. Pearl dormía a mi lado, con su pequeño brazo blanco sobre mí.



Afuera se escuchaban voces, ecos que iban y venían. Me levanté, pegué la oreja a la puerta. Los ecos se aclararon. Era gente corriendo y la voz de una mujer que pedía ayuda, golpeando las cortinas de las tiendas. Recuerdo que pensé: “son ellos, han entrado”, pero luego el sonido se acalló y me volví a dormir.



Esta mañana el hombre gordo de Houston habló con mi padre en voz baja. Su cara de plato y su papada de pavo apenas se movían. No deseaba que nosotras lo escucháramos, así que procuraba no mover los labios. Estaba tan serio. Pearl se pegó a mí.



-Tenemos que irnos- nos dijo mi padre, cuando el gordo de Houston se alejó con paso apresurado.



-¿A dónde? ¿A la ciudad?- preguntó Pearl. Temía que mi padre dijera eso, ella no quería salir de aquí. Ella se opuso a este viaje de vacaciones desde el principio.



-No, a la ciudad no, Pearl- dijo mi padre-, Frank encontró un avión libre. Es más cómodo, más caliente y tal vez encontremos algo de comer.



-Además, podemos cuidarnos mejor, ¿cierto? Podemos mirar a través de las ventanas, podemos cerrar la puerta sin temor a que la abran en la noche- razonó Pearl, con una sonrisa.



Mi padre sonrió y asintió. Tomamos nuestras cosas. Yo metí en mi maleta alguna ropa caliente que había dejado sobre un escritorio, mi cuaderno, mi Ipad, que llevaba meses apagado. También guardé las cosas de Pearl, mientras ella observaba hacia el pasillo con rostro vigilante, tratando de entender la decisión de mi padre. Entonces su corazón se ensombreció, yo la conozco así de bien. Conozco cada uno de sus nervios, cada una de sus conexiones químicas. Pearl piensa por las dos, pero es frágil y es propensa a la oscuridad del alma. Yo lo sé, porque mi madre es como ella.



-El hombre gordo va a ir con nosotros, ¿verdad?- preguntó Pearl.



Mi padre, que ajustaba los cordones de sus zapatos, le dijo que sí.



13 de agosto 2014​



El avión es cómodo y se duerme bien. Hay mucho silencio. Nos dividimos el piso en tres partes. Al final cerca de la cola, nosotras dos, mi padre y una mujer llamada Berenice, que viene de Puerto Rico. También la hija de Berenice duerme con nosotros. Se llama Kat y tiene ocho años. Pearl se ha llevado bien con ella y la trata como si fuera su hermana menor.

Ahora somos tres chicas y tal vez parecemos una familia. Pero Berenice no muestra ningún interés por mi padre, aunque es un hombre guapo y considero que puede casarse de nuevo. Y ella no está mal. Pero apenas se miran. Pearl dice que tal vez ella, igual que nosotros, apenas puede pensar en otra cosa que no sea conseguir agua y una galleta antes de que se oculte el sol. O tal vez ella también sea divorciada y aún extraña su vida de antes.


En la parte media del avión duermen Sora y su esposa, Yumi. Otras dos parejas orientales se les unieron, pero no estoy segura de qué idioma hablan. Entiendo un poco el japonés. Ellos parecen chinos o coreanos. Nunca he podido distinguirlos bien. Hablan poco pero son corteses.



Más adelante, en la parte posterior, duerme el hombre gordo de Houston al que mi padre llama Frank y una pareja que, al parecer, también tiene acento texano. Eso es lo que dijo Pearl, que se aventuró en la mañana para saber cuántos éramos y cómo se acomodaban los demás.


Estamos mejor aquí, pero no me acostumbro a dormir en el mismo lugar que los otros hombres. Me hace sentir incómoda su respiración en la noche y sus ruidos de gente vieja.



Antes de que saliera a buscar comida, esta tarde, Pearl le preguntó a mi padre:



-¿Por qué dejamos nuestra habitación?



Mi padre no contestó, dijo que debía irse. Pero antes de que anocheciera, mientras Peral y yo veíamos caer la tarde a través de la ventanilla redonda, recostadas en asientos contiguos, se acercó Berenice y nos dijo que dos noches atrás atacaron a una mujer, una pasajera del vuelo de París, que salió a buscar el baño.



-No sabemos quién la atacó, no sabemos en dónde está la pobre mujer- nos dijo Berenice, mirando también hacia afuera.
Pensamos juntas, uniendo nuestro miedo y nuestra pena.



Descartábamos a los pasajeros de los vuelos internacionales, quienes se organizaron bien y lograron resguardarse de noche. No tenían por costumbre atacar a nadie. Descartamos también a los pasajeros de los vuelos domésticos, pues muchos mexicanos salieron del aeropuerto desde los primeros días, a buscar refugio en algún lugar conocido. Pero algunos empleados se quedaron aquí, ocultos en los hangares, en los aviones , en bodegas y resquicios que sólo ellos conocían.

-Tal vez es gente de la ciudad- dijo Pearl.



No era posible. La gente de la ciudad no había entrado aquí nunca. Nos rodeaba un gran muro de autos y de vallas que la policía colocó desde que comenzó todo. Además no había nada que robar aquí. Sólo un puñado de extranjeros, muriéndose de hambre y de miedo. ¿Quién quería algo de nosotros?



-Tal vez a algunos se nos ha acabado la paciencia. Nadie va a venir por nosotros- dijo Berenice y se alejó hacia donde Kat dormía una siesta, recostada sobre un montón de revistas.


17 de agosto 2014



Es un hecho. La mujer suiza fue asesinada y el culpable es uno de nosotros. No son ellos, los de la ciudad, sino nosotros. Mi padre y su grupo encontraron el cuerpo y luego a los culpables. Dos alemanes que venían a una reunión de negocios. Su estancia en la Ciudad de México sería muy breve. Estaban desesperados, ocultos en una sala de almacenaje, muriéndose de hambre y de sed. En su poco inglés explicaron que un día pensaron que se habían vuelto locos, que de pronto despertaron juntos pero en otro lugar. Que caminaron los pasillos del aeropuerto y no encontraron a nadie, que encontraron gente ahogada y escuálida en las salas de espera. Pensaron que eran los últimos, pensaron que iban a morir si no comían pronto. Entonces encontraron a una mujer que no tenía un pie; se detuvieron a hablar con ella y les dijo que en cuanto se quedaran dormidos ella se los comería. Lo dijo con amabilidad, con una voz suave y alegre. Se la llevaron y la mataron.



Su relato era horrible. Mi padre nos dijo que la falta de agua y de comida les había provocado alucinaciones y que ahora debían decidir qué hacer con ellos.

-Los enviarán a la ciudad, ¿no es verdad?- dijo Pearl, pensativa, con su inteligencia perturbadora.



-Sí, Pearl, los acompañaremos hasta la calle y cerraremos las puertas. También decidimos convocar a todos, crear algunas reglas, contar cuántos somos y ayudarnos lo más que podamos.



-No quiero irme de aquí, no quiero ir a la ciudad- dijo Pearl, sin mostrar ninguna emoción.

-No lo haremos, hija. Te lo prometo.



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