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El juego de la espera

Dejé mi taza de café sobre la escalera en la que me encontraba sentada y, sin saber por qué, comencé a perseguirla. Quizá porque quería vengar lo que su padre me había hecho; quizá porque el miedo en su cara de niña me había resultado confortable; quizá porque estaba harta y quería dar un paseo.

 

     Llegar hasta donde ella estaba fue una tarea titánica. Los remedos de muñones que yo tenía como pies eran dos ejes inestables que me permitían avanzar a una velocidad muy reducida; tenía que apoyar al frente la pierna izquierda a una altura de 60 grados delante de mis caderas y luego impulsarme con una jalón del torso hasta lograr dar un pequeño salto de lado con la pierna derecha. Un andar muy flamenco, si se me permite la comparación.

 

    Avancé con paso constante. Conforme más cerca me encontraba de ella, más me convencía de que deseaba estar a su lado. ¿Por qué? porque aquella pequeña mujer me recordaba mucho a mí misma. Al fondo, el paisaje detrás del avión en el que ella musitaba tratando de abrir una puerta que, probablemente, habían cerrado por dentro, se resumía a la vista del colosal edificio de la terminal dos del aeropuerto. El fulgor del sol que caía incendiando las ventanas opacas; la sombra de miles de asientos que ya nadie utilizaba. El silencio inusual: el más claro indicio de que la situación había devenido en una desgracia.

 

     A medio camino me detuve, me sentía agotada. Mire a lo lejos a aquella chica. Su perfil jovencísimo, su frágil cuerpo. Un alud de maletas tiradas sobre la pista de despegue. Las señalizaciones neón regadas en uno y otro lado. Las camionetas de rescate a lo lejos, interfiriendo el camino de cualquier pista de aterrizaje. El caos.

 

    Entonces recordé el murmullo descontrolado que era antes ese lugar; el orden vejado de las salas internacionales de aquel mismo aeropuerto. Respiré y recordé ese caos que estaba inserto en la normalidad y que, sin darnos cuenta, nos daba tranquila.

 

     Me vi a mí misma, a la edad de aquella chica a la que ahora perseguía, sentada al fondo de la sala donde se documentaban los vuelos hacia Europa. Sentaba ahí pude ver a una pareja que se despedía. Él estaba visiblemente inquieto; se lamía los labios y acomodaba la maleta de ella sobre un carrito. Temía perderla. Ella le sonreía y lo miraba con condescendencia. El miedo se instaló entre los dos, un viaje que sellaría lo inevitable: que hacía mucho que no había nada entre ellos.

 

Después de un tiempo, decidí caminar. Mi vuelo había llegado hacía más de seis horas y nadie había venido por mí. Aturdida, fijé la vista en una mujer que estaba poniendo la cafetera en uno de esos negocios que habitaban los aeropuertos del mundo y que se distinguían por la espantosa comida. Viré despacio la cabeza: dos adolescentes bebían una malteada sentados uno frente al otro.

 

     Tomé el celular y marqué su teléfono una vez más. Nada.

 

     Caminé torpemente entre el tráfico de piernas y pies. Me topé de frente con un turista oriental que traía una mochila de la misma estatura que él. Me miró fijamente. Tenía los ojos grises, comprimidos, ausentes. Me apartó del camino.

 

     Seguí dando vueltas sin saber qué hacer. El nauseabundo olor a limpio de los pisos lustrosos. Me paré junto al listón azul marino de la unifila. Apreté los párpados. Me prometí a mí misma que serían los últimos cinco minutos y que después debía tomar una decisión. Escuché pasos, respiraciones, el correr de las rueditas de las maletas.

 

     Observé a todos los seres que caminaban a mi alrededor: inventé sus vidas, qué pensaban, a dónde se dirigían. Los inserté en un mundo distinto: un lugar desierto, tranquilo, un sitio donde yo no estaba —como ahí— extraviada de mí misma.

 

     Volví a marcar su teléfono y, de nuevo, no obtuve respuesta.

 

     Un último respiro. Mi cuerpo parpadeó como una bombilla a punto de fundirse. El hombre con el que pensé que iba a casarme se olvidó de recogerme en el aeropuerto. Peor aún: había decidido apagar el teléfono. Esta enorme ciudad me recibía con sus brazos enormes, asfixiantes y yo entraba a su territorio cabizbaja, derrotada. Tomé mis cosas y me propuse resolver una sola cosa: dónde dormir. Lo demás era un resumen muy obvio: el peor día de mi vida.

 

     Sonrío. Aquel recuerdo me parece ingenuo, bellísimo: “El peor día de mi vida”. Jamás me imaginé que veinte años después estaría sentada en la pista de aquel aeropuerto de esa ciudad maldita, con el cuerpo mutilado, en medio del fin del mundo, persiguiendo a una joven a la que no sé por qué quiero tener cerca.

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