top of page

Cuando las luces regresaron

Nada había cambiado cuando las luces regresaron, o por lo menos eso creíamos. Yo me encontraba en el hospital cuidándola cuando ocurrió, había recaído tras ser dada de alta la semana anterior. El primer día de su reingreso, el doctor me advirtió que esta podría ser la última vez que estuviera internada. “Debes estar ahí para ella” me dijo. Pedí vacaciones en mi trabajo, saqué todo el dinero de nuestra cuenta de ahorros y dejé al gato al cuidado de la vecina de enfrente. “¿Cómo se encuentra?” me preguntó. No sabía qué contestar, en verdad no lo sabía, ¿qué tanto podría interesarle la vida de mi esposa a una viuda con la cual sólo cruzábamos palabra en la entrada del edificio? “Viva” contesté al fin. Le desagradó la forma en la que lo dije, pero no me importó, ella no podía entenderlo, nadie podía. Tomó la caja del gato y cerró la puerta sin decir nada más.

 

     Yo me encontraba con ella el día que ocurrió. No decía nada, sólo abría la boca mientras le daba de comer. El doctor me recomendó que hablara con ella como lo hacíamos antes que cayera enferma, en todo el tiempo de su internado nunca lo había intentado. Comencé por contarle del primer día que dormimos juntos­: de cómo ella me había enviado un mensaje a mi celular después de nuestra cita diciéndome que todavía se sentía enferma, de cómo yo le dije que iría a cuidarla después de recoger unas cosas a mi departamento, de cómo no hicimos el amor aquella vez, sino que sólo dormimos juntos, de cómo fue la primera vez de ambos compartiendo la cama exclusivamente para dormir, de cómo casi no pudimos hacerlo por los nervios y la emoción de estar así de cerca.

Mientras le contaba esto, ella no me miraba, su atención estaba fija en la ventana de su cuarto. Nos encontrábamos en el piso más alto del hospital y las persianas estaban corridas, por lo que podía verse una gran sección de la ciudad. El sol se encontraba en el cenit, sin embargo todo estaba oscuro por las nubes que cubrían la ciudad, profetizando una tormenta inmanente, etérea, pero más presente que mi esposa frente a mí. De pronto ella comenzó a mover los labios, pero ningún sonido salía de su boca. Sólo aire y palabras ahogadas llegaban hasta mis oídos. Intenté acercarme más para que no tuviera que esforzarse tanto, pero su rostro me detuvo.

 

     Volvía a mirarme como aquella vez que se encontraba enferma, pero ahora su rostro mostraba terror, tenía miedo y yo no sabía por qué. Ella luchaba e intentaba formular palabras que se disolvían entre sus labios. Por fin pudo decir algo, pero yo no pude escucharla. En ese momento todas las luces se apagaron, pues un mar oscuro nos invadió. No sólo el hospital se había quedado sin luz, sino también toda la ciudad; el sol se encontraba afuera pero el cielo ya no brillaba. Tomé su mano para que ella sintiera que todavía estaba allí, pero ésta comenzó a deslizarse fuera de la mía. Entre más fuerte apretaba, más lejos la sentía.

 

      Nada había cambiado cuando las luces regresaron, excepto que ella estaba ahí, aunque yo ya no podía reconocerla, había dejado de ser mi esposa para siempre. La quietud y el silencio del hospital fueron rotos por el llanto de un bebé en el cuarto de enfrente. No pude mirar cuando pasaron por ella al cuarto, ni cómo se la llevaban en una cama de satín blanco. Todos mostraron su simpatía con miradas de lástima y palmadas en la espalda, jamás podrían entender. Después de los servicios funerarios, regresé a nuestra casa, no le avisé a nadie, ni siquiera pasé al departamento de nuestra vecina para recoger al gato. Todas esas cosas habían dejado de importar.

 

      Pasaron algunos días, pero el sufrimiento comenzaba a envolverme y sabía que no podría escapar. Así como nuevos días nacían, muchos otros morían sin dejar rastro, y a mí poco me importaba lo que pudiera ocurrirle al mundo. Un día que no recuerdo con exactitud – ya no podía diferenciarlo de los demás- después de despertar, me dirigí a la cocina mientras recordaba el rostro aterrorizado de mi esposa antes de morir. El porqué de su terror seguía evadiéndome, ¿qué era lo que ella había visto que todos fuimos tan ciegos de ver? Tomé un cuchillo del cajón y me dirigí a la terraza donde la ciudad se desenvolvía ante la bruma y la tenue luz de la madrugada; desde algún lugar podía escucharse el bullicio de una multitud, parecía que muchas personas se encontraran gritando y celebrando al mismo tiempo. El humo de un edificio en llamas, junto con el destello efímero de unos fuegos artificiales, pintaba al cielo oscuro de un rojo artificial que simulaba el pronto amanecer.

 

      Un disturbio estaba tomando lugar en las calles principales de la ciudad, entre la algarabía podía escucharse el rumor de un canto que parecía confrontarse al desconcierto que seguía creciendo y creciendo. No podía soportar el ruido, así que regrese adentro del departamento. Pronto, todo lo que pudiera ocurrirle al mundo dejaría de tener importancia para mí. Cerré los ojos mientras esperaba que todo terminara. El frío comenzó a invadir mi cuerpo mientras mi visión comenzaba a nublarse, aun así, no sentía que la oscuridad me invadiera en ningún momento. Cuando desperté las luces seguían ahí y yo me encontraba rodeado de un mar de sangre provocado por las heridas en mis muñecas. Estaba vivo. No había muerto. En ese momento no pude entender qué había ocurrido, pero pronto descubriría el castigo desatado sobre todos nosotros.

 

     Nunca le había tenido miedo a la muerte, así que tampoco fue difícil poner una pistola en mi sien y apretar el gatillo. No obstante, sin importar cuantas veces volviera a dispararme, siempre había un destello blanco y todo volvía a estar como antes, sólo una mancha de sangre adornaba el lugar donde salía la bala. Yo me encontraba intacto. Hiciera lo que hiciera, sangrara por donde fuera, yo ya no podría volver a verla.

 

     Creíamos que nada había cambiado cuando las luces regresaron, pero nunca hubiéramos podido creer que nos encontrábamos viviendo el fin del mundo. Siempre lo imaginamos como la muerte de todos los seres del mundo por nuestra propia extinción. Que al morir nosotros, el mundo también lo haría. Pero nunca pudimos profetizar un apocalipsis donde el mundo se quedara estático, donde ninguna persona pudiera morir ni nacer. Un mundo donde Dios nos había negado la posibilidad de regresar a su lado o de ir al infierno a pagar por nuestros pecados. No sé si ella tuvo algo que ver con el castigo que se nos había impuesto, pero estoy seguro que fue la última que pudo escapar. Ahora todos nos encontrábamos en medio, extraviados, sin ningún lugar a dónde ir más que aquí. 

bottom of page